jueves, 28 de abril de 2016

Sagapò (Te quiero), de Renzo Biasion



Título: SAGAPÒ (TE QUIERO)

Autor: Renzo Biasion. Traducción de Juan Díaz de Atauri Rodríguez de los Ríos
Publicado: original (Sagapò), 1991 por Giulio Einaudi Editore s.p.a. Torino. En España, 2012, por Acantilado, Quaderns Crema S.A.U.
Calificación: (4)



“En esa época estaba tan ocupado en defenderme, en buscar algún modo de salvarme, que no tenía tiempo de pensar en Pagliarulo; le veía perecer de día en día, como si algún parásito desconocido se le hubiera introducido en el estómago y, royéndolo, le estuviera vaciando por dentro; de día en día se volvía más delgado, se le hacía más aceitunado el color.

No dejaba de molestarme aquella angustia amorosa de la que claramente se me excluía. Su obstinado mutismo tenía algo de ingratitud. Allí, donde todo era tan terrenal, aquel encerrarse en sí mismo, aquel espiritual y solitario vagar y sufrir, podían esconder un sentimiento de superioridad y de desprecio. Hasta tal punto la necesidad me había encerrado en mi egoísmo, de tal modo había oscurecido mi perspicacia, que no me daba cuenta de que Pagliarulo se estaba apagando como una llama sin combustible, que poco a poco se hace más pequeña y llega un momento en que basta un breve soplo de aire para agitarla y el roce de un dedo para extinguirla. Algo más grande que él le había golpeado el corazón, quizá la antigua maldición de aquella oscura tierra. Ni siquiera me di cuenta, ni aun del modo más vago – y esto es para mí un dolor que aún no me ha abandonado del todo, que me sigue abrumando, que todavía me quema -, de lo que estaba madurando su mente trastornada. Empezó por regalar la ropa a los compañeros. Y la última noche que le vi en el mundo me pidió que le escribiera una carta a casa. Que dijera esto y aquello; que saludara a los familiares, a los que no veía desde hacía cuatro años, a los amigos. Una carta larga y meticulosa, que me aburrió y que acorté, harto de tantas repeticiones inútiles. Al día siguiente, a las dos de la tarde, oímos un disparo de fusil bastante cerca. Uno de los tiros habituales, al que nadie hizo caso. Pero, al anochecer, un soldado se encontró con un cuerpo semidesnudo y, cuando se inclinó para verlo, advirtió que tenía un pequeño orificio en la barbilla, y, justo debajo, una mancha que había formado la sangre al salir y que ahora, absorbida por la arena, era casi negra.

Lo enterramos al día siguiente y sobre la tumba pusimos una cruz tosca, en la que el teniente escribió el nombre, la unidad, el año de nacimiento y el de la muerte. El oficial aprovechó la ocasión para hacer un comentario sarcástico sobre los jefes ‘que nos dejaban morir en paz’. Tres días después, una mujer con velo bajó de un camión alemán y preguntó por el soldado Pagliarulo. Se corrió la voz como el rayo. Era Katina.
Sólo en parte fui testigo de cuanto sigue, que resumo brevemente; pero conocía a Katina y puedo suplir con la imaginación lo que no vi.

Nadie consiguió ver una lágrima en los ojos de Katina. Su cara de ídolo pagano no se descompuso ante la cruz con el nombre de Pagliarulo. No preguntó cómo había muerto. Y estaba tan guapa, tan impenetrable y fría que todos la miraban. Pero nadie se atrevió a hablar con ella, a preguntarle de dónde venía, cómo se las había arreglado para pasar las barreras del campo atrincherado. Todo el tiempo que estuvo en el campamento se movió ligera con sus largas piernas, los pies descalzos, como un animal silencioso y elástico, hasta que se sentó con las piernas cruzadas junto a la tumba. No podría decir cuánto tiempo estuvo allí sentada. Nosotros nos mantuvimos aparte, metidos en nuestras madrigueras y, aunque no era más que una prostituta griega, respetamos su dolor. Y hasta apareció entre los soldados una intensa corriente de simpatía que rompió el terrible egoísmo de nuestra mísera condición. Uno le llevó agua; otro alguna tableta de chocolate, un tercero una hogaza de pan. El teniente, que tanto había oído hablar de ella, aunque nunca la había visto, la miraba presa de emociones contradictorias, y no dijo más que algunas pocas palabras, con una voz ronca que se la ahogó de repente en la garganta. Al anochecer, Katina se levantó, se recogió el vestido y se tapó la cara hasta los ojos con el pañuelo blanco. En derredor se formó un corro de soldados, un corro mudo, pero lleno de solicitud. Había en su cama, en la fijeza de su mirada sin expresión, una superioridad que no puede expresarse con palabras. Su extraordinaria belleza, que nada había conseguido degradar ni destruir, y su encanto misterioso y sensual no eran ajenos a aquel dominio. No saludó a nadie, ni se volvió cuando llegó a la carretera. El único camión de Timpakion, que al anochecer los alemanes salvajemente borrachos hacían girar aullando alrededor de los restos de la iglesia, le pasó rozando envolviéndola en una nube de polvo. Afortunadamente no la reconocieron, o en la creciente oscuridad no se dieron cuenta de que estaba allí, o fue ella la que se escondió tras algún matojo. El hecho es que el camión no se detuvo y siguió tronando con su carga vociferante.

¿Qué haría Katina aquella noche de soledad? La vimos dirigirse a las montañas, erizadas de precipicios, sin caminos. ¿Estuvo vagando largo rato sin meta, sin que su orgullo obstinado se doblegara, o se quebró finalmente y lloró y aulló su dolor como una criatura golpeada por el destino? Para quienes la recogieron en el fondo de un precipicio al cabo de una semana fue muy difícil reconstruir qué pudo haber pasado. Desconocían las causas, no podían saber si había sido un accidente u otra cosa. El sobrevolar de unos buitres fue la señal; unos soldados descendieron; contaron que, en el aire encantado de los acantilados, entre los gritos de los pájaros, encontraron el cuerpo de una mujer guapísima, con un brazo recogido, y los senos casi completamente descubiertos. Aún estaba caliente, dijeron, y sin señales de heridas. Con los ojos cerrados, como si estuviera dormida. Por eso imagino que luchó algunos días consigo misma, antes de romper definitivamente con su desolación terrenal. O quizá tan sólo quiso refugiarse en la áspera altiplanicie sfakiota, entre la gente de su raza. Quizá trepó por las sendas vertiginosas que llevan a la casi inaccesible meseta y, luego, siguiendo otras sendas, y otras sin fin, fue acometida por el miedo. Miedo de seguir, miedo de retroceder. La abandonarían entonces las fuerzas y la invadiría la desesperación. No es que quiera yo encumbrarla atribuyéndole un fin fantástico. Convertirla en una Julieta de nuestro tiempo. Los hechos tienen esta grandeza cruel y yo no soy más que un pobre cronista. Antes de arrojarse al horrible precipicio, Katina lanza un grito desesperado. ‘¡Oh, naturaleza! ¿Por qué te encarnizas con los frutos de tu vientre?’”

Tengo que reconocer que, cuando elegí este libro, lo hice sin mucha convicción. El autor no es precisamente muy conocido, pero en un suplemento semanal de Cultura de un famoso periódico de tirada nacional lo recomendaron, y pensé en leerlo, sin tener muchas expectativas. Después de su lectura, debo decir que me ha sorprendido gratamente. 

Me gustaría, en primer lugar, hablar del autor y del contexto en que se desarrolla este “racconto”, esta pincelada novelada de este autor, Renzo Biasion, que compaginó el oficio de pintor, crítico o profesor de arte con el arte, poco prolijo y escaso, de escribir, pero sin perder de vista su faceta pictórica, que después veremos que es determinante para caracterizar la prosa del relato, llena de descripciones totalmente realistas, como un “cuadro”, con un desarrollo detallado de descripciones de paisajes y personajes.

Renzo Biasion nace en Treviso en 1914, y dedica su vida a la pintura y al arte, como profesor y como crítico. Escasamente se dedicó a la obra literaria, siendo Sagapò una de sus pocas incursiones en el género escrito. Pero su vida se vio alterada por la entrada en guerra de Italia, como aliada de Alemania, formando parte del Eje, cuando es llamado a filas y es destinado al frente greco-albanés. Italia entra en guerra con Grecia en 1940, a la que invade con la pretensión de crear un nuevo Imperio Romano que ocupara parte de la Europa oriental y del norte de África, pero que, sin la ayuda inestimable de su aliado “tedesco” no podría haber desarrollado una campaña ni mucho menos efectiva: las tropas italianas estaban mal preparadas, mal dirigidas y carecían del orden y la disciplina de los alemanes, siendo más efectivos como conquistadores en otros campos, como el amoroso, que en el campo de batalla. Y esto es lo que transmite en Sagapò. Biasion participó en la campaña griega, luchando en el Peloponeso, en Rodas, en Creta…, hasta el armisticio del general Badoglio con los aliados, en 1943, con lo que el ejército italiano pasa a ser considerado enemigo de Alemania, por lo que fue deportado y confinado en Alemania, Holanda y Polonia, donde empieza a escribir esta que sería su obra más importante y que, por cierto, fue la base de la película Mediterráneo, de Gabriele Salvatores (1990), que adapta al cine el “racconto” de Biasion. Posteriormente a la liberación, volvió a su antiguo oficio de crítico y profesor de arte.

Y es en este contexto de la contienda ítalo-griega, donde se desarrolla la historia de Sagapò (Te quiero), una historia plagada de anécdotas de todo tipo, pero también de las circunstancias más trágicas de la guerra: amor, humor, pero también muerte, desesperación… Y todo ello en unas descripciones de paisajes, de personas e incluso del tempero, describiendo mar, tierra y cielo con los colores de una paleta de pintor, tal como dice Oreste del Buono en el prólogo: “Una palabra escrita para evocar la emoción de la luz, exactamente igual que un dibujo que desembocara en un cuadro. La luz lo devora todo, incluso el horror y la miseria, la degradación y la desesperación, la voluntad y el miedo, la extenuación y la obscenidad, la rebelión y la abulia, la resignación y el arrepentimiento: la emoción en sí y por sí, en definitiva, de garantizar la supervivencia, incluso en la propia aceptación de la muerte, en el olvido mismo, en la desaparición personal. Algo en la luz.” 

Es, pues, una historia acompañada de una más que hiperrealista y cuidadosa descripción o dibujo, que llega hasta ese punto de ser un pintor con su paleta de colores, pero que sustituye sus trazos en el cuadro por palabras con las que sustituye a los colores. Llega, y este punto me sorprende ciertamente, incluso a ser, en la descripción de personajes, como los soldados, hasta un cierto punto homoerótico, como por ejemplo: “Todos los días, al anochecer, vamos al mar. Cruzamos el pantano y cuando llegamos a las rocas nos desnudamos. Entre las rocas, el agua está tan limpia que se ve el fondo. Gargini se sube a la roca más alta y se zambulle, luego efectúa ciertas evoluciones subacuáticas para las que se vale de una piedra que le facilita llegar más rápidamente al fondo. Su cuerpo desnudo bajo el agua es como una gran flor que se abre y se cierra a intervalos regulares. Dan unas ganas irresistibles de acariciarle con la palma de las manos sus miembros suaves e ingrávidos. (…) Gargini es tan guapo que verle moverse y vivir arrebata. Le hago caminar por la arena: tiene unos andares como pasos de baile. Cuando se apoya en la cadera, los músculos relajados dibujan ritmos suaves y fuertes. El teniente Viti, que es escultor, se ha enamorado de él al punto de querer llevárselo a toda costa a su compañía. Pero Gargini se ha echado a reír cuando ha oído sus proposiciones”.

Sorprende, sobre todo, porque el leitmotiv de esta novela, aparte de hablar de los episodios de la contienda, es la relación de los soldados italianos con la población indígena griega, pero sobre todo, con sus mujeres, a las que tienen más conquistadas que al territorio, que traen de cabeza a la soldadesca, y que forman parte del relato y la descripción que Biasion hace de ese periplo griego, del que no deja de ser protagonista, y del que, probablemente, en alguno de sus relatos, él mismo lo ha sido. Sagapò, ese te quiero, es un te quiero a Grecia, pese al calor, al horror de la guerra, es un te quiero a esa población femenina, en forma de mujer aguerrida y fuerte, trabajadora y superviviente, de prostitutas y deseos, de amor, de romanticismo, de carácter latino,… Un te quiero demasiado truncado por los hechos de la contienda, de la guerra, sucesos luctuosos, que también describe con trazos suaves, pero de extrema crudeza… 

Así es Sagapò (Te quiero). Así se desarrolla el libro… Voy a dejar que lo descubráis y que lo saboreéis. Espero que os guste…