martes, 24 de diciembre de 2013

La vida dura, de Flann O’Brien

   “Gracias a Dios los años siguieron pasando sin acontecimientos demasiado notables. Yo ya tenía once años y mi hermano, quien estaba convencido de ser un hombre maduro, dieciséis.

   Una tarde de primavera, a eso de las tres y media, regresaba yo a casa del colegio con paso fatigado por la calle Synge. Caminaba por el otro lado del canal y a unos cincuenta metros antes de llegar a casa levanté por casualidad la vista y me paré en seco allí mismo, completamente petrificado. Mi corazón latía violentamente contra mis costillas y desvié la vista hacia el suelo. Me santigüé. Tímidamente volví a mirar hacia arriba. ¡Allí!

   A la izquierda de la entrada de la casa y tal vez a unos quince metros de ella había un árbol bastante alto en el jardín delantero. Por encima del árbol, si bien algo alejado, vi la cabeza y los hombros de mi hermano. Me quedé mirando fijamente la aparición, fascinado igual que aquellos animales que son hipnotizados por una mortífera serpiente antes de atacar. Mi hermano comenzó a agitar los brazos de un modo lamentable y lo que vi a continuación fueron sus espaldas. ¡Iba en dirección a la casa y estaba caminando en el aire! Completamente aterrorizado, pensé en el Otro que había caminado sobre el agua. Desasosegado, volví a desviar la vista y al cabo de un rato, entre afligido y tambaleante, llegué a casa. Debía de estar muy pálido pero no dije nada.

(…) Me bebí el té y abandoné la cocina con indiferencia, pero al subir las escaleras no pude evitar sentirme preso de la excitación. Entré en el dormitorio.

   Mi hermano, dándome la espalda estaba inclinado sobre el escritorio examinando unos pequeños objetos de metal. Levantó la vista y asintió abstraídamente.

-          ¿Te importaría – dije nervioso –, te importaría contestarme una pregunta?
-          ¿Qué pregunta? Estoy ocupado con esta buena cantidad de engranajes.
-          Es la siguiente. ¿Es posible que te haya visto caminando en el aire al volver del colegio?

   Se dio la vuelta para observarme fijamente y luego se echó a reír a carcajadas.

-          Caramba – dijo con una risita –, supongo que sí, por decirlo de alguna manera.
-          ¿Qué quieres decir?
-          Tu pregunta es interesante. ¿Se me veía bien?
-          Si lo quieres saber, se te veía inhumano y si te estás aprovechando de un poder que no proviene de Dios, si estás teniendo tratos con criaturas impías de las tinieblas, te recomiendo seriamente que vayas a ver al Padre Fahrt, porque estas cosas no te conducirán a nada bueno.

   Mi hermano esbozó una sonrisa tonta.

-          Echa un vistazo por la ventana – dijo.

   Con mucha cautela hice lo que me dijo. Entre el alféizar y una gruesa rama de la copa del árbol se hallaba extendido un cable en tensión, el cual me di cuenta que pasaba por debajo de la ventana cerrada y estaba sujeto en tensión mediante un artefacto a la pata de la cama, situada contra la pared.

-          ¡Dios Todopoderoso! – exclamé.
-          ¿No es ingenioso?
-          ¡Caracoles, si es un maldito alambre para caminar!
-          Lo he conseguido a través de Jem, ya que lo acaban de poner en venta en los almacenes Queen. No hay nada que se le parezca. Si mañana instalo el alambre en esta habitación de pared a pared a solo treinta centímetros del suelo, tú también podrías caminar sobre él con muy poca práctica. ¿Cuál es la diferencia de que estés a diez centímetros o a cien metros de altura? El único problema es aquel que llaman psicológico. Se trata de una palabra nueva pero yo conozco su significado. Lograr el equilibrio es juego de niños, y todo el truco reside en sacar de tu cabeza la noción de altura. Se ve peligroso, naturalmente, pero hay dinero en esta clase de peligro. Peligro inofensivo.
-          ¿Qué pasa si te caes y te rompes el cuello?
-          ¿Jamás has oído hablar de Blondin? Murió en su lecho a los setenta y tres años, pero cincuenta años antes había cruzado las cataratas del Niágara caminando sobre un alambre a cincuenta metros de altura por encima de las estrepitosas aguas. Y lo hizo varias veces: cargado con una persona sobre sus espaldas, deteniéndose a freír huevos. En definitiva, un gran hombre. Me parece que una vez también actuó en Belfast.
-          Me parece que se te va la olla.
-          Voy a hacer dinero, ya que tengo… ciertos proyectos, ciertos proyectos muy importantes. Mira esto. Es una máquina de imprimir. La he conseguido de uno de los amigos de la calle Row, quien se la había robado a su tío. A pesar de que es vieja, servirá para comenzar a funcionar.

   Yo no podía apartar mis pensamientos de aquel alambre.

-          ¿Así que serás el Blondin de Dublín?
-          ¿Y por qué no?
-          Niágara está muy lejos, naturalmente. Supongo que extenderás el alambre sobre el Liffey.

   Mi hermano dio un brinco, tiró al suelo un objeto metálico y me miró con los ojos muy abiertos.

-          Querido hermano – dijo –, sin duda has dado en el clavo. Sin duda has dado en el clavo. ¿Extender un alambre sobre el Liffey? ¡El Temerario Enmascarado de la calle Mount! ¡Allí hay una fortuna, una fortuna! Que el señor nos proteja, ¿cómo es que no se me había ocurrido?
-          Por Dios, solo estaba bromeando.
-          ¿Bromeando? Espero que sigas haciendo esta clase de bromas. Iré a consultar con el Padre Fahrt sobre el asunto.
-          ¿Para que te dé su bendición antes de arriesgar tu vida?
-          ¡Una mierda! Necesito un organizador, un empresario. El Padre Fahrt conoce un montón de jóvenes maestros y yo le pediré que me ponga en contacto con alguno de ellos. Son unos tipos muy aficionados a los deportes. ¿Recuerdas a Frank Corkey, N.T.? Estuvo una vez aquí de visita. Es un jesuita malogrado. Ese hombre haría saltar por los aires los muros de Jerusalén por dos libras. Sería el hombre adecuado.
-          ¿Para ser despedido de su colegio por ayudar a un joven lunático a matarse?
-          Le convenceré. Espera y verás. (…)”

   Y eso es lo que ha hecho este relato del autor irlandés, Flann O’Brien: convencerme. Convencerme de que su lectura no ha sido en vano. A pesar de que en la edición que Nórdica Libros ha hecho de La vida dura (Original en inglés, The hard life, primera edición en 1961, en Nórdica Libros, en marzo de 2009), en la Introducción de Jamie O’Neill, afirma que éste no es ni mucho menos el mejor de los relatos de O’Brien (siendo sus mayores exponentes, también publicados por Nórdica, La boca pobre o En nadar dos pájaros), no se puede decir que La vida dura sea un mal relato. Es un pequeño divertimento en que el autor, que escribe en primera persona, relata la vida de dos hermanos, Manus y Finbarr, que después de la muerte de su madre: “No es que haya conocido a mi madre solo a medias. Conocí solo la mitad de ella, la mitad inferior: su falda, piernas, pies, sus manos y muñecas cuando se inclinaba hacia delante. Creo recordar nebulosamente su voz. En aquel tiempo, naturalmente, yo era muy joven. Luego un día ella pareció desaparecer. Hasta donde yo recuerdo, se fue sin decir una sola palabra, ni adiós o buenas noches. (…)”, van a vivir con la familia de su medio tío, el señor Collopy, su mujer, la señora Crotty, y su hija Annie. (Por cierto, no dejar de leer la nota del traductor en el principio del libro, donde dice que “a fin de mantener en lo posible el sabor irlandés del libro, creímos conveniente no traducir la totalidad de los nombres propios de los personajes, hecho que tal vez ha mermado el corrosivo juego de doble sentido implícito”, pero si en la misma nota habla de los términos que dan origen a los personajes del relato, los traduce y da a relucir el doble sentido irónico de sus significados).

   Esta historia se desarrolla básicamente en la cocina de una casa de una típica familia irlandesa, lugar en el que se desarrolla el acontecer diario: mientras elabora sus tareas escolares diarias, relata los diálogos entre Collopy y el Padre Fahrt, sobre religión o sobre la vida ciudadana de Dublín, o va descubriendo aquello que los italianos llaman furbizia (astucia) en la personalidad y actos de su hermano Manus, ese hermano que deja la escuela y que, incluso va a Londres, para hacer aquello que le place: ser rebelde a la convencionalidad, que es capaz de jugar a las apuestas, de vender cursos por correspondencia de cualquier tipo, cuyo contenido extrae de libros que coge de la Biblioteca Nacional, de emprender negocios un tanto turbios, como la venta del Agua Grávida, ese bebedizo que Collopy toma para mejorar de sus males, y que provoca un inesperado final, o esa peregrinación a Roma que organiza para Collopy y Fahrt…, y que se resume en las cartas que el hermano le envía para relatar lo acontecido.

   Todo ello con una mezcla de realismo con ese humor, a veces cargado de ironía, una mezcla de la realidad con toques de fantasía: o sea, todo aquello que compone a un buen relato. Lo recomiendo.





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