“Gracias a Dios los años siguieron pasando
sin acontecimientos demasiado notables. Yo ya tenía once años y mi hermano,
quien estaba convencido de ser un hombre maduro, dieciséis.
Una tarde de primavera, a eso de las tres y
media, regresaba yo a casa del colegio con paso fatigado por la calle Synge.
Caminaba por el otro lado del canal y a unos cincuenta metros antes de llegar a
casa levanté por casualidad la vista y me paré en seco allí mismo,
completamente petrificado. Mi corazón latía violentamente contra mis costillas
y desvié la vista hacia el suelo. Me santigüé. Tímidamente volví a mirar hacia
arriba. ¡Allí!
A la izquierda de la entrada de la casa y
tal vez a unos quince metros de ella había un árbol bastante alto en el jardín
delantero. Por encima del árbol, si bien algo alejado, vi la cabeza y los
hombros de mi hermano. Me quedé mirando fijamente la aparición, fascinado igual
que aquellos animales que son hipnotizados por una mortífera serpiente antes de
atacar. Mi hermano comenzó a agitar los brazos de un modo lamentable y lo que
vi a continuación fueron sus espaldas. ¡Iba en dirección a la casa y estaba caminando en el aire!
Completamente aterrorizado, pensé en el Otro que había caminado sobre el agua.
Desasosegado, volví a desviar la vista y al cabo de un rato, entre afligido y
tambaleante, llegué a casa. Debía de estar muy pálido pero no dije nada.
(…)
Me bebí el té y abandoné la cocina con indiferencia, pero al subir las
escaleras no pude evitar sentirme preso de la excitación. Entré en el
dormitorio.
Mi hermano, dándome la espalda estaba
inclinado sobre el escritorio examinando unos pequeños objetos de metal.
Levantó la vista y asintió abstraídamente.
-
¿Te importaría – dije
nervioso –, te importaría contestarme una pregunta?
-
¿Qué pregunta? Estoy
ocupado con esta buena cantidad de engranajes.
-
Es la siguiente. ¿Es
posible que te haya visto caminando en el aire al volver del colegio?
Se dio la vuelta para observarme fijamente y
luego se echó a reír a carcajadas.
-
Caramba – dijo con una
risita –, supongo que sí, por decirlo de alguna manera.
-
¿Qué quieres decir?
-
Tu pregunta es
interesante. ¿Se me veía bien?
-
Si lo quieres saber,
se te veía inhumano y si te estás aprovechando de un poder que no proviene de
Dios, si estás teniendo tratos con criaturas impías de las tinieblas, te
recomiendo seriamente que vayas a ver al Padre Fahrt, porque estas cosas no te
conducirán a nada bueno.
Mi hermano esbozó una sonrisa tonta.
-
Echa un vistazo por la
ventana – dijo.
Con mucha cautela hice lo que me dijo. Entre
el alféizar y una gruesa rama de la copa del árbol se hallaba extendido un
cable en tensión, el cual me di cuenta que pasaba por debajo de la ventana
cerrada y estaba sujeto en tensión mediante un artefacto a la pata de la cama,
situada contra la pared.
-
¡Dios Todopoderoso! –
exclamé.
-
¿No es ingenioso?
-
¡Caracoles, si es un
maldito alambre para caminar!
-
Lo he conseguido a
través de Jem, ya que lo acaban de poner en venta en los almacenes Queen. No
hay nada que se le parezca. Si mañana instalo el alambre en esta habitación de
pared a pared a solo treinta centímetros del suelo, tú también podrías caminar
sobre él con muy poca práctica. ¿Cuál es la diferencia de que estés a diez centímetros
o a cien metros de altura? El único problema es aquel que llaman psicológico.
Se trata de una palabra nueva pero yo conozco su significado. Lograr el
equilibrio es juego de niños, y todo el truco reside en sacar de tu cabeza la
noción de altura. Se ve peligroso, naturalmente, pero hay dinero en esta clase
de peligro. Peligro inofensivo.
-
¿Qué pasa si te caes y
te rompes el cuello?
-
¿Jamás has oído hablar
de Blondin? Murió en su lecho a los setenta y tres años, pero cincuenta años
antes había cruzado las cataratas del Niágara caminando sobre un alambre a
cincuenta metros de altura por encima de las estrepitosas aguas. Y lo hizo
varias veces: cargado con una persona sobre sus espaldas, deteniéndose a freír
huevos. En definitiva, un gran hombre. Me parece que una vez también actuó en
Belfast.
-
Me parece que se te va
la olla.
-
Voy a hacer dinero, ya
que tengo… ciertos proyectos, ciertos proyectos muy importantes. Mira esto. Es
una máquina de imprimir. La he conseguido de uno de los amigos de la calle Row,
quien se la había robado a su tío. A pesar de que es vieja, servirá para
comenzar a funcionar.
Yo no podía apartar mis pensamientos de
aquel alambre.
-
¿Así que serás el
Blondin de Dublín?
-
¿Y por qué no?
-
Niágara está muy
lejos, naturalmente. Supongo que extenderás el alambre sobre el Liffey.
Mi hermano dio un brinco, tiró al suelo un
objeto metálico y me miró con los ojos muy abiertos.
-
Querido hermano – dijo
–, sin duda has dado en el clavo. Sin duda has dado en el clavo. ¿Extender un
alambre sobre el Liffey? ¡El Temerario Enmascarado de la calle Mount! ¡Allí hay
una fortuna, una fortuna! Que el señor nos proteja, ¿cómo es que no se me había
ocurrido?
-
Por Dios, solo estaba
bromeando.
-
¿Bromeando? Espero que
sigas haciendo esta clase de bromas. Iré a consultar con el Padre Fahrt sobre
el asunto.
-
¿Para que te dé su
bendición antes de arriesgar tu vida?
-
¡Una mierda! Necesito
un organizador, un empresario. El Padre Fahrt conoce un montón de jóvenes
maestros y yo le pediré que me ponga en contacto con alguno de ellos. Son unos
tipos muy aficionados a los deportes. ¿Recuerdas a Frank Corkey, N.T.? Estuvo
una vez aquí de visita. Es un jesuita malogrado. Ese hombre haría saltar por
los aires los muros de Jerusalén por dos libras. Sería el hombre adecuado.
-
¿Para ser despedido de
su colegio por ayudar a un joven lunático a matarse?
-
Le convenceré. Espera
y verás. (…)”
Y eso es lo que ha hecho este relato del
autor irlandés, Flann O’Brien: convencerme. Convencerme de que su lectura no ha
sido en vano. A pesar de que en la edición que Nórdica Libros ha hecho de La vida dura (Original en inglés, The
hard life, primera edición en 1961, en Nórdica Libros, en marzo de 2009),
en la Introducción de Jamie O’Neill, afirma que éste no es ni mucho menos el
mejor de los relatos de O’Brien (siendo sus mayores exponentes, también
publicados por Nórdica, La boca pobre
o En nadar dos pájaros), no se puede decir que La vida dura sea un mal relato. Es un pequeño divertimento
en que el autor, que escribe en primera persona, relata la vida de dos
hermanos, Manus y Finbarr, que después de la muerte de su madre: “No es que haya conocido a mi madre solo a
medias. Conocí solo la mitad de ella, la mitad inferior: su falda, piernas,
pies, sus manos y muñecas cuando se inclinaba hacia delante. Creo recordar
nebulosamente su voz. En aquel tiempo, naturalmente, yo era muy joven. Luego un
día ella pareció desaparecer. Hasta donde yo recuerdo, se fue sin decir una
sola palabra, ni adiós o buenas noches. (…)”, van a vivir con la familia de
su medio tío, el señor Collopy, su mujer, la señora Crotty, y su hija Annie.
(Por cierto, no dejar de leer la nota del traductor en el principio del libro,
donde dice que “a fin de mantener en lo posible
el sabor irlandés del libro, creímos conveniente no traducir la totalidad de
los nombres propios de los personajes, hecho que tal vez ha mermado el
corrosivo juego de doble sentido implícito”, pero si en la misma nota habla
de los términos que dan origen a los personajes del relato, los traduce y da a
relucir el doble sentido irónico de sus significados).
Esta historia se desarrolla básicamente en
la cocina de una casa de una típica familia irlandesa, lugar en el que se
desarrolla el acontecer diario: mientras elabora sus tareas escolares diarias,
relata los diálogos entre Collopy y el Padre Fahrt, sobre religión o sobre la
vida ciudadana de Dublín, o va descubriendo aquello que los italianos llaman furbizia (astucia) en la personalidad y
actos de su hermano Manus, ese hermano que deja la escuela y que, incluso va a
Londres, para hacer aquello que le place: ser rebelde a la convencionalidad, que
es capaz de jugar a las apuestas, de vender cursos por correspondencia de
cualquier tipo, cuyo contenido extrae de libros que coge de la Biblioteca
Nacional, de emprender negocios un tanto turbios, como la venta del Agua
Grávida, ese bebedizo que Collopy toma para mejorar de sus males, y que provoca
un inesperado final, o esa peregrinación a Roma que organiza para Collopy y
Fahrt…, y que se resume en las cartas que el hermano le envía para relatar lo
acontecido.
Todo ello con una mezcla de realismo con ese
humor, a veces cargado de ironía, una mezcla de la realidad con toques de
fantasía: o sea, todo aquello que compone a un buen relato. Lo recomiendo.
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